Aún resuenan en mi cabeza el cantar del almuecín desde lugares desconocidos, los lamentos de los judíos ante las ruinas del Segundo Templo, el golpeteo de las campanas en el barrio cristiano de Jerusalén, el llanto y el dolor humano en el Museo del Holocausto, las oraciones de tantos grupos tan extraños, la paz del Mar de Galilea y el bullicioso y constante cuchicheo del turista. Todavía puedo sentir el brillo dorado del Domo de la Roca, la piedra sobre la que el cuerpo de Jesús fue ungido tras bajarle de la cruz, el fresco olor a olivo, el sabor a falafel de un sanduchito palestino, la oferta sin fin del mercader en el mercado... Sigo flotando, después de varios días, en las aguas del Mar Muerto, creyéndome científico en el Museo de Israel, viviendo la navidad en Belén o erigiéndome como improvisado e impotente espectador de una guerra sin fin en la frontera Palestina. Hoy, desde Bogotá Colombia, que amanece de nuevo tras varios dias de lluvia y frío, esas sensaciones y sentimientos siguen vivos aunque bajo otro prisma. Cada vez se va haciendo más mío ese fantástico viaje, seguro hasta que anide en mi piel, en mi corazón y en mi memoria sencillamente como fue, una inolvidable experiencia. Israel y Palestina, para algunos, un solo lugar, para otros, dos conceptos diferentes que conforman un conglomerado religioso, histórico y cultural complicados de entender, pero tremendamente sencillos de vivir y disfrutar en persona. He llegado enamorado de Jerusalén, de la calidez de los hierosolimitanos y palestinos, del paso del tiempo sobre esta tierra que puede declararse como otro ejemplo de cultura y civilización, de ese desierto amarillo contrastando con el color azul rey y penetrante del Mar Rojo, del fervor de los judíos y de sus extrañas barbas, de tanta organización y belleza. Tengo muchas cosas más que contarles personalmente, mientras tanto los dejo con las imágenes y una maleta llena de presentes, de historias, de inmenso amor y de pura vida.
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